Una aurora fría vierte en el trigal
su melancolía de hora vesperal.
La melancolía como una canción
de suave emoción mece el alma mía,
mientras muere el día.
Sueños irreales cruzan por mi frente
como fantasmales sombras del poniente.
Son a sus reflejos fantasmas bermejos;
pasan por mi mente, cual soles irreales
en los arenales rojos del poniente.
Encantadora mía, ten dulzura, dulzura...
calma un poco, oh fogosa, tu fiebre pasional;
la amante, a veces, debe tener una hora pura
y amarnos con un suave cariño fraternal.
Sé lánguida, acaricia con tu mano mimosa;
yo prefiero al espasmo de la hora violenta
el suspiro y la ingenua mirada luminosa
y una boca que sepa besar aunque me mienta.
Dices que se desborda tu loco corazón
y que grita en tu sangre la más ciega pasión;
deja que clarinee la fiera voluptuosa. En mi pecho reclina tu cabeza galana,
júrame dulces cosas que olvidarás mañana
y hasta el alba lloremos, mi pequeña fogosa.
Sueño a menudo el sueño sencillo y penetrante
de una mujer ignota que adoro y que me adora,
que, siendo igual, es siempre distinta a cada hora
y que las huellas sigue de mi existencia errante.
Se vuelve transparente mi corazón sangrante
para ella, que comprende lo que mi mente añora;
ella me enjuga el llanto del alma cuando llora
y lo perdona todo con su sonrisa amante.
¿Es morena ardorosa? ¿Frágil rubia? Lo ignoro.
¿Su nombre? Lo imagino por lo blando y sonoro,
el de virgen de aquellas que adorando murieron.
Como el de las estatuas es su mirar de suave
y tienen los acordes de su voz, lenta y grave,
un eco de las voces queridas que se fueron…