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La Huldra (Leyenda Noruega )

Suelen aparecer en los días de lluvia, o cuando la neblina desciende. Acostumbran salir a recorrer los bosques, con el único objetivo de atraer a los hombres que puedan encontrar por ahí. Se valen de sus grandes habilidades para el canto -aunque siempre lo hacen en tono melancólico- tal como lo hacen las sirenas en el mar. Son célebres por su magnetismo seductor e insaciable apetito sexual, así como por su generosidad cuando se sienten satisfechas o por su crueldad cuando no ven saciados sus instintos. Criaturas tan feroces como encantadoras, todo depende de su estado de ánimo y del trato que reciban…

La Dama o Reina del bosque, Skogsra (espíritu del bosque) o Tallemaja (Árbol del pino María) en el floklore sueco, Skofru, o Skogsfru en otras regiones, todas ellas múltiples denominaciones para referirse a una criatura muy peculiar, generosa benefactora o cruel sicario: la huldra.

Es una especie de ninfa que habita en los bosques. La leyenda dice que estas misteriosas criaturas son protectoras de los bosques, en dónde se ocultan de Odín quién las caza y da muerte por razones desconocidas. Tienen la apariencia de hermosas mujeres muy altas, con una cola de zorro o de vaca, que esconden cuidadosamente bajo su atuendo. Pero no todo es belleza en ellas, ya que su espalda se asemeja a un tronco de árbol hueco y podrido, que ocultan con su larga cabellera rubia. Son dueñas de una fuerza física sobrehumana y resulta muy difícil herirlas, además de poseer otros tantos poderes sobrenaturales y encantos.

Cada vez que una huldra halla en el bosque a un hombre, si éste es de su agrado, intentará seducirlo, y si él responde a sus atenciones y logra satisfacerla, la criatura le dará una generosa recompensa, dejándolo ir con su bendición. Pero si la huldra no siente satisfechos sus deseos, el desafortunado hombre morirá a manos de ella sin ninguna compasión y de la forma más cruel que se le ocurra.

En tierras noruegas una de tantas historias sobre estos seres, relata la ocasión en que una Huldra salió del bosque para asistir a una fiesta de humanos, siendo ella el centro de atención de muchos hombres debido a su notable belleza. Ya en el baile, un joven tímido que la observaba de lejos, reunió todo su valor para sacarla a bailar pues razonaba que aquella belleza valía la pena contemplarla de cerca; justo en el momento de empezar a bailar, la Huldra por descuido no ocultó como es propio su cola y su pareja de baile alcanzó a verla.

Al comprender que la bella dama no era otra cosa que una temible criatura del bosque en busca de su próxima presa, el pobre hombre se llenó de miedo. Sin embargo, sabiendo que las huldra reaccionan recíprocamente a la forma como las tratan: castigan o ayudan según lo que reciban, el joven, inteligentemente y por su propio bien logró controlar su temor. De manera que cuando estuvo más calmado, al terminar de bailar la pieza, gentilmente le dijo a la Huldra: “Hermosa Dama, veo vuestra enagua por debajo de su falda“…

Sorprendida por esas palabras y comprendiendo su descuido, la hermosa mujer se escabulló de entre la concurrencia y desapareció de la fiesta. Con este acto de cortesía, el joven se salvó de caer en las redes seductoras de la ninfa, arriesgándose a morir cruelmente si acaso no lograba saciarle los instintos carnales. Satisfecha con la generosidad del joven por haber sido amable con ella a pesar de haberla descubierto y no exponerla con crueldad, la huldra le dio una buena recompensa. Se internó en el bosque y regresó con regalos en oro y joyas y ganado de primera, dejándolos en la puerta de la casa de aquel hombre ingenioso que supo dominar sus temores y actuar como un caballero. Y es que se dice que las huldra no solo poseen extensos rebaños del mejor ganado, mismos que cuidan con la ayuda de perros salvajes, sino también los más grandiosos tesoros.

Por otra parte, la leyenda dice que el hombre que se enamore de una huldra hallará también su perdición ya que continuará regresando al mismo lugar una y otra vez en búsqueda de su amada hasta que finalmente, agotado, muera de debilidad o cuando la huldra se harte de él y no se sienta ya complacida. Sin embargo sí es posible que una huldra se enamore y contraiga matrimonio con un hombre, si esto pasa perderá su cola y vivirá tranquilamente como una humana, a menos que entre a una iglesia, en ese caso perderá también su belleza, transformándose en un monstruo espantoso. De igual manera, si durante su vida de casada la huldra recibe malos tratos del esposo ésta se vengará castigándolo severamente y recuperará su apariencia natural (cola y espalda).

Si visitas los bosques de Noruega tras un día de lluvia debes tener cuidado de no perderte pues las huldra están al acecho. Si quieres alejarlas lleva contigo un puño de sal o algo de hierro ya que le temen a cualquiera de estas sustancias. Si por el contrario un hombre ya ha sido hechizado por los encantos de una huldra, la única forma de romper el encantamiento es atarse a sí mismo ramas de matacabras y vandelrot, a fin de que la criatura pierda el interés. También se puede intentar exponer la espalda de la huldra, ya que al contemplar el desagradable tronco putrefacto que la recubre se romperá el hechizo, sin embargo esto último será complicado debido a que la huldra tratará de mantener oculto su secreto a toda costa.

En cuanto al joven de la historia, se prometió sí mismo ser cortés con toda mujer que se cruzara en su camino por si acaso se tratara de alguna huldra, ya que nunca se sabe donde podrían ocultarse a simple vista, depredando a los incautos.

La Princesa de Fuego (Cuento de Dinamarca)

En un muy reino lejano una joven y hermosa princesa alcanzó la edad para casarse, su belleza era tal que pronto comenzaron a aparecer pretendientes de todas partes del mundo que querían conquistar a la hermosa princesa. De manera que la joven comenzó a recibir una gran cantidad de regalos tan bonitos como diversos: algunas coronas de oro, pendientes, collares, anillos, etc.

Estos eran solo algunos de los presentes que la princesa recibía, pero en medio de aquel lujo la joven se encontró con un regalo insólito: una simple sencilla y vulgar piedra sucia con tierra y un poco de barro seco, algo realmente horrible para regalar a cualquier persona y sobre todo a una princesa; sin embargo lejos de estar enojada, la joven se hallaba muy sorprendida.

Inmediatamente mandó a llamar a quien sea que le hubiera regalado la piedra, entonces apareció un apuesto joven. La princesa fingió estar enfadada y preguntó a qué se debía la piedra, lo que el joven le respondió la dejó más sorprendida aún.

Le dijo que ese era su corazón, el más sincero de los regalos, el mismo era una piedra ahora pero se ablandaría solo con amor y se convertiría en el más blando y amoroso corazón del reino.

 La joven quedó enamorada al instante de la respuesta del joven y desde ese día le envió regalos hermosos para poder conquistarlo, pero él seguía indiferente, entonces transcurridos muchos días la princesa se enfadó y arrojó la piedra al fuego.

En medio de las llamas la arena que rodeaba la piedra se cayó, transformando la roca en una hermosa figura de oro, reluciente y fantástica; en ese momento la princesa comprendió lo que significaba el regalo.

Desde ese día cambió, y se transformó en la mejor gobernante del mundo, ayudó a su pueblo y atendía todas sus necesidades. Quienes la conocieron la comenzaron a llamar la princesa de fuego por su carácter radiante. El joven entonces la amó y dedicó su vida a hacerla feliz hasta el final de sus días.

¿Cuánta tierra necesita un hombre? (Cuento, León Tolstói)

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.”

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

“Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

“¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

“Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

“Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.

-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

“¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

“No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

“Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

“Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

“Bien -pensó-, debo descansar.”

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

“¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

“No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”.

Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

“Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”

El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.

Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

“Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

El perro Fiel (leyenda Maya)

«Un hombre era tan pobre que siempre estaba de mal humor, y no perdía la ocasión de maltratar a un infeliz perro que tenía. Kakasbal (espíritu del mal), quien está en todo, vio que podía sacar partido de la inquina que, seguramente, el perro sentía contra su amo, y se le apareció para decirle:
—Ven acá y dime qué te pasa, pues te veo triste.
— ¿Cómo no he de estarlo? Mi amo me pega cada vez que quiere—respondió el perro.
—Yo sé que es de malos sentimientos. ¿Por qué no lo abandonas?
—Es mi amo y debo serle fiel.
—Yo podría ayudarte a escapar.
—Por nada le dejaré.
—Nunca agradecerá tu fidelidad.
—No importa, le seré fiel.

Pero tanto insistió Kakasbal que el perro, por quitárselo de encima, manifestó:

—Creo que me has convencido; dime, ¿qué debo hacer?
—Entrégame tu alma.
— ¿Y qué me darás a cambio?
—Lo que quieras.
—Dame un hueso por cada pelo de mi cuerpo.
—Acepto.
—Cuenta, pues…

Kakasbal, entonces, se puso a contar los pelos del perro. Y cuando sus dedos llegaron a la cola, el perro se acordó de la fidelidad que le debía a su amo, pegó un salto y la cuenta se perdió.

— ¿Por qué te mueves?— le preguntó Kakasbal.
—No puedo con las pulgas que me comen día y noche. Vuelve a empezar.

Cien veces Kakasbal empezó la cuenta, y cien veces tuvo que interrumpirla porque el perro saltaba. Al fin, Kakasbal decidió:

—No cuento más. Me has engañado, pero me has dado una lección. Ahora sé que es más fácil comprar el alma de un hombre que el alma de un perro